Acoso escolar

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FUNDAMENTACIÓN TEÓRICA

CLARIFICACIÓN DEL CONSTRUCTO O CONCEPTO

No resulta fácil llegar a una definición del concepto violencia entre iguales que suscite el consenso de la comunidad científica. Su conceptualización está muy ligada a las fuentes teóricas que la sustentan, al contexto en el que se desarrollaron los primeros trabajos y a los distintos enfoques desde los cuales se está abordando el problema en la actualidad. Una prueba de la “confusión” conceptual es la enorme proliferación de términos y la utilización que de los mismos se está haciendo: “agresividad”, “violencia” (Cerezo, 2002), “maltrato” (Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000; Cerezo, 2002) “acoso”, “bullying” (Lowenstein, 1977; Olweus, 1978; Laslet, 1980; Floyd, 1989; Besag, 1989; Ahmad y Smith, 1990; Cerezo y Esteban, 1992; Cerezo 2001, 2002), “abuso entre iguales (Defensor del Pueblo, 2000; Cerezo, 2002), intimidación (Olweus, 1978), victimización, comportamiento antisocial (Olweus, 1998; Moreno Olmedilla, 2000).

Muchos de dichos términos son utilizados como sinónimos hasta el punto de que no es infrecuente encontrar a lo largo de un mismo trabajo la utilización indiscriminada de uno u otro para referirse al mismo concepto; así Cerezo (2002) utiliza en el mismo artículo la siguiente nomenclatura bullying, abuso, maltrato y violencia entre iguales..

No ha sido ajeno a algunos de los primeros estudios sobre violencia escolar usar, como sinónimos, los vocablos “agresividad” y “violencia”. Desde la Psicología Social el término violencia es genérico y por lo tanto muy amplio mientras que el de agresividad es más concreto y delimitado. El primero se refiere al fenómeno en sí mismo, a determinadas formas de interrelación entre personas y grupos o a la propia estructura social; puede ser manifiesta o permanecer oculta en estado latente. Por el contrario la agresividad se concreta siempre en conductas cuya característica fundamental es la intencionalidad de causar daño. La teoría Conductista defiende esta segundo enfoque. Otras diferencias entre ambos constructos proceden del campo de la Psicología Educativa y de la Personalidad. En general, se admite la naturaleza dual de la agresividad, entendida como energía positiva y también como conducta intimidatoria. La agresividad como energía positiva permite la comunicación, la defensa propia y de los demás, así como enfrentar los problemas y solucionarlos; es el tipo de agresividad que se suele evaluar con el adjetivo “buena”. Pero la agresividad se describe con más frecuencia como ataque, daño a la integridad física o psíquica de otro ser vivo, “patrón persistente y repetitivo de conducta caracterizado por el ejercicio de la fuerza con la intención de causar daño o perjuicio a las personas y a los bienes y en el que destaca la violación de los derechos de los demás o de las reglas y normas sociales” (Diccionario de Psicología Santillana, 1989, 20); en este sentido el término agresividad se identifica con violencia. El término violencia designa una conducta que supone la utilización de medios coercitivos para hacer daño a otros y/o satisfacer los intereses del propio individuo (Ovejero, 1998; Trianes, 2000).

La violencia entre escolares se denomina en la mayor parte de los países con el vocablo inglés bullying, (Lowenstein, 1977; Olweus, 1978; Laslet, 1980; Floyd, 1989; Besag, 1989; Ahmad y Smith, 1990; Cerezo y Esteban, 1992). En español, los términos por los que ha sido más traducido son intimidación, maltrato, acoso, victimación y abuso.

Desde la definición dada por Olweus (1983), pionero en el estudio del fenómeno, el concepto se ha ido enriqueciendo con aportaciones de investigadores relevantes. Dicho autor describe la intimidación, el maltrato o acoso en la escuela como la “conducta de persecución física y/o psicológica que realiza el alumno o alumna contra otro, al que elige como víctima de repetidos ataques". Esta acción, negativa intencionada, sitúa a las víctimas en posiciones de las que difícilmente pueden salir por sus propios medios. La continuidad de estas relaciones provoca en las víctimas efectos claramente negativos: descenso en su autoestima, estados de ansiedad e incluso cuadros depresivos, lo que dificulta su integración en el medio escolar y el desarrollo normal de los aprendizajes”. En 1998 especificó algunas de las características que han sido aceptadas por la comunidad científica. Para que una conducta agresiva pueda considerarse maltrato entre iguales o acoso ha de ser intencionada, repetida en el tiempo de forma persistente y negativa para las víctimas. En esta misma línea se sitúan Smith & Sharp (1994), Rigby (1996), Cerezo (2001), Trianes (2000), Penella (1998). Ortega y Mora-Merchán (2000) añaden la característica injustificada.

La definición de Farrington (1993) es muy similar a la de Olweus si bien destaca que el maltrato lo ejerce una persona con un poder mayor sobre otra que tiene menos poder. En esta misma dirección se mueven las definiciones de Rigby (1996), Ortega (1998), Díaz Aguado (2002 y 2006), Greene (2000) que, además, especifican la relación dominio-sumisión entre el agresor y la víctima de tal forma que la vida de la víctima puede llegar a ser insoportable. La acción intimidatoria suele ir de menos a más: del mote se pasa a la burla, después al hostigamiento, al aislamiento, al rechazo, al insulto, a la agresión física; en ocasiones a la muerte de la victima y a la exclusión.

En general existe consenso bastante generalizado en considerar que el concepto violencia escolar entre iguales es una realidad compleja, un tipo de trastorno del comportamiento que trasciende al propio individuo y que implica intencionalidad de causar daño sin causa que lo justifique, se da de forma persistente en el tiempo, generalmente en una relación dominio-sumisión entre el agresor y la víctima, con secuelas negativas para ambos.

Tipos de violencia

No toda la violencia entre iguales es igual; sus deferencias han dado lugar a clasificaciones diversas, a trabajos nuevos y han contribuido a enriquecer el propio constructo. En función del aspecto o característica que se destaque, se habla de un tipo u otro de violencia; la forma concreta en que se ejecuta la agresión (física, verbal, psicológica), el mayor o menor grado de intencionalidad en quien la ejerce, el objetivo que se persigue y la causa que la motiva son los fundamentos más comunes de las distintas tipologías.

Se puede hablar de violencia hostil directa y violencia instrumental. La primera emplea medios coercitivos para hacer daño; generalmente surge como una respuesta impulsiva y no planeada cuando el agresor percibe un peligro o una provocación. En la instrumental la violencia se utiliza como instrumento o medio para alcanzar los propios objetivos sin que, necesariamente, el agresor perciba provocación por parte de la victima (Ovejero, 1998; Trianes, 2000; Anderson y Bushman, 2002; Rodríguez, 2004). Rigby (1996) diferencia entre maltrato maligno y maltrato no deliberado a los tipos que acabamos de describir. Los elementos del maltrato maligno están presentes en las sucesivas definiciones de Olweus (1993, 1998).

Una de las clasificaciones más usadas en los últimos años es la que diferencia entre violencia directa o manifiesta e indirecta o relacional. La primera implica enfrentamiento físico y directo del agresor con la víctima, siempre con la intención de hacer daño; son agresiones de tipo intimidatorio (pegar, insultar, amenaza, quitar las pertenencias, etc). La indirecta o relacional también persigue hacer daño a la víctima, pero lo hace de forma encubierta y tratando de dañar la imagen de la víctima en el círculo de sus amistades y grupos de referencia difundiendo rumores que pueden conducirla al rechazo y la exclusión social (Little et al., 2003a, 2003b; Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000). Tratando de clarificar el concepto violencia entre iguales y de establecer diferencias más precisas entre los dos últimos tipos citados que les permitieran una mejor evaluación de los mismos, Mynard y Joseph (2000) encontraron cuatro tipos de victimización entre iguales: física, verbal, manipulación social (intentar que no caiga bien a otros, hacer que otros no le hablen, etc.) y ataques a la propiedad.

En función de la variable “gravedad” del hecho violento, Díaz-Aguado, Martínez Arias y Martín Seoane (2004) diferencian tres tipos: violencia de exclusión y rechazo (insultar, ignorar, rechazar,...), violencia de gravedad media (pegar, romper cosas, robar cosas,...), violencia grave (amenaza con armas o abuso sexual).

En los últimos años se están llevando a cabo numerosas investigaciones bajo la tipología violencia reactiva y violencia proactiva. La primera se relaciona directamente con las variables impulsividad y bajo autocontrol; es una respuesta de carácter defensivo ante lo que el agresor percibe como una provocación por parte de la víctima; hay pues una deformación en la percepción e interpretación de las relaciones interpersonales y sociales. Por el contrario, la agresión proactiva se relaciona con un fuerte control y planificación del comportamiento: qué hacer, dónde hacerlo, cuándo, qué beneficios se derivarán; se refuerza a sí misma y desde el exterior: Los agresores que ejercen este tipo de violencia suelen derivar en la delincuencia, aunque también con altos niveles de competencia social y liderazgo (Griffin y Gross, 2004; Little, Brauner, Jones, Nock y Hawley, 2003a; Little, Jones, Henrich y Hawley, 2003b).

INCIDENCIA DE LA VIOLENCIA

La violencia entre iguales tiene una amplia incidencia en todo el mundo; es particularmente alarmante en los países desarrollados. Así lo han puesto de manifiesto los trabajos de investigadores como Olweus (1972-1997, 1980-1989, 1991, 1993-1998, 2001) y Salmivalli (1998-2002) en los países escandinavos; Pellegrini, Bartini y Brooks (1999) en Georgia; Smith y Sharp (1994) en Inglaterra, Rigby (1993-2005) en Australia; Meyer (2002) en Estados Unidos. En España destacan los trabajos de Ortega, (1992, 1994, 1997-2000) Díaz Aguado, Martín Seoane Martínez Arias (2004), Defensor del Pueblo-UNICEF (2000), Cerezo (1996, 1997, 1999-2002), Serrano e Iborra (2005), Avilés (1999-2002, 2005).

Los resultados del análisis de los datos de estudios sobre el fenómeno de la violencia entre iguales en la escuela, llevados a cabo en distintos países incluida España (Véase Estado de la Cuestión) ponen de manifiesto que la evolución del fenómeno es muy similar y que las comparaciones son difíciles lo que las conclusiones han de tomarse con prudencia: la falta de consenso en cuanto a la terminología del constructo, las variables analizadas y el tipo de muestra así como la representatividad de la misma, los instrumentos empleados para la recogida de datos y la propia metodología de investigación son factores que dificultan dicha comparación y la consiguiente interpretación en términos de evolución.

Los resultados en función de la variable género son muy similares en las investigaciones llevadas a cabo en España y en otros países. En Escandinavia, en Italia, Portugal y Japón se ha observado un mayor número de víctimas y de agresores entre los chicos. En todos ellos la violencia es un fenómeno principalmente masculino (Ortega, 1995; Elzo, 2001; Pareja, 2002; Díaz-Aguado, Martínez-Arias y Martín Seoane, 2004; Lucena, 2004; Oñederra y otros, 2005; Ararteko-IDEA, 2006; Síndic de Greuges de la Comunidad Valenciana, 2006) sea del tipo que sea a excepción de la conducta “hablar mal de otros” más frecuente en las chicas (Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000; Pareja, 2002; Sáenz y otros, 2005; Santiago, 2006). Algunos estudios señalan que no hay diferencias significativas entre sexos (Bentley y Li, 1995; Avilés, 1999). No obstante, los resultados pueden variar y las diferencias ser significativas si las respuestas proceden de los agresores o de las víctimas. El análisis de las respuestas del alumnado indica que en la actualidad “son más los alumnos que se reconocen como agresores que los que se confiesan víctimas” (Defensor del Pueblo, 2006, 259).

En cuanto al número de agresiones, tanto las víctimas como los agresores piensan que las agresiones han disminuido de forma significativa, aunque hay que tener en cuenta algunas especificaciones: desde la perspectiva de las víctimas han disminuido las conductas: insultar, poner motes ofensivos, ignorar, meter miedo y acosar sexualmente; se mantienen en niveles similares la agresión verbal indirecta, la agresión física directa e indirecta, la exclusión social activa y las formas más graves de amenazas. Las respuestas de los agresores son muy similares a las de las víctimas en lo que se refiere a insultar, poner motes, agredir físicamente directa e indirectamente; la variación más significativa es la referida a la exclusión social directa e indirecta. Las respuestas de los observadores muestran incrementos en las conductas ignorar, se reducen las agresiones verbales y aumenta el número de los que se declaran víctimas o agresores. Desde la perspectiva del profesorado, las situaciones de maltrato entre iguales, en cualquiera de sus formas, los escenarios en los que se da y el carácter relativamente oculto del fenómeno no han variado significativamente entre 1999 y 2006 (Defensor del Pueblo, 2006). En la Educación Secundaria Obligatoria, entre 1999 y 2006, la incidencia de la violencia escolar ha experimentado un decrecimiento notable en aquellas conductas menos graves y más frecuentes como agresiones verbales (insultos y motes), agresiones físicas indirectas (esconder cosas y algún tipo de amenazas), y no tanto en otras como exclusión social, amenazas graves y ciertas formas de agresión física que no han experimentado ni subida ni bajada manteniéndose en porcentajes parecidos a excepción del acoso sexual que también ha experimentado descenso; no se advierten diferencias significativas en el número de escolares que se declara víctima o agresor, menos cuando se pregunta por las conductas de amenazar, acosar sexualmente y los distintos tipos de agresiones relacionadas con la propiedad privada. Se confirma la existencia de bandas que “se meten con un compañero o compañera” y también con grupos (Defensor del Pueblo, 2006), no obstante el porcentaje ha disminuido con respecto a los datos del trabajo de Gutiérrez (2001).

El tipo de violencia más habitual es la verbal (Elzo, 2001; Díaz-Aguado, Martínez-Arias y Martín Seoane, 2004; Gómez-Vahillo, 2005; Oñederra y otros, 2005) seguidos de los físicos y de las amenazas, variando estos dos últimos de puesto según las investigaciones. (Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000; Durán, 2003). Otros estudios indican que de todos los tipos de violencia el maltrato emocional presenta mayores porcentajes (Oñate y Piñuel, 2005) seguido del maltrato físico y muy por debajo aparece el vandalismo siendo inexistente el abuso sexual (Consejo Escolar de Andalucía y Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, 2006).

Aunque no existe consenso entre los científicos respecto a los cursos y edades más frecuentes en las que aparece este tipo de comportamientos violentos, muchos autores coinciden en señalar la primera etapa de la Educación Secundaria Obligatoria como la más conflictiva (Cohen y otros, 1993; Ortega, 1994; Pellegrini y otros, 1999; Avilés, 1999; Cerezo, 1999 y 2002; Elzo, 2001; Pareja, 2002; Díaz-Aguado, Martínez-Arias y Martín Seoane, 2004; Lucena, 2004; Oñederra y otros, 2005; Ararteko-IDEA, 2006; Síndic de Greuges de la Comunidad Valenciana, 2006) descendiendo la frecuencia a partir de los 16 años (Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000; Pareja, 2002; Sáenz y otros, 2006 ). Los resultados varían algo en función de los diferentes tipos de maltrato y del género del alumnado. En general, se da un descenso significativo a medida que aumenta la edad, aunque según Cowie (2000) con un ligero incremento al comenzar la Educación Secundaria.

En general, los malos tratos son protagonizados por compañeros del mismo curso aunque no siempre del mismo grupo; no obstante si se tiene en cuenta la variable maledicencia, los datos indican que ha aumentado el porcentaje de los agresores pertenecientes a un curso inferior al de las victimas. (Defensor del menor en la Comunidad de Madrid, 2006; Sindic de Greuges, 2007; Sáez, Calvo, Fernández y Silván, 2005).

La violencia escolar no presenta diferencias significativas entre las distintas Comunidades Autónomas, ya sean éstas grandes o pequeñas o estén los centros escolares ubicados en zonas urbanas o rurales.

Se da con más frecuencia en los centros privados que en los públicos (Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000; Serrano e Iborra, 2005; Sáenz y otros, 2006). La incidencia en cuanto a maltrato físico es similar en centros públicos que privados (Lucena, 2004) a diferencia del maltrato psicológico que es mayor en los centros privados. (Elzo, 2001).

Los lugares donde más se da la agresión son el patio (Gómez-Vahillo y otros, 2005) el aula (Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000; Pareja, 2002; Consejo Escolar de Andalucía y Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, 2006; Serrano e Iborra, 2005; Oñederra y otros, 2005; Sáenz y otros, 2005) y en general aquellos lugares donde no hay vigilancia como aseos, pasillos, comedor (Avilés, 1999; Síndic de Greuges de la Comunidad Valenciana, 2006).

En los resultados de los últimos estudios se advierte una evolución positiva en lo que se refiere a la comunicación del maltrato y a la petición de ayuda por parte de las víctimas; en general, el interlocutor preferente para solucionar el problema es la familia, sobre todo en primaria (Gómez-Vahíllo y otros, 2006; Ramírez, 2006; Sáenz y otros, 2005); los amigos y el profesorado en edades posteriores a primaria (Ararteko-IDEA, 2006; Defensor del Menor-IDEA, 2006; Díaz Aguado, Martínez y Martín, 2004; Hernández y Casares, 2002; Oñederra y otros, 2005; Pareja, 2002; Serrano e Iborra, 2005; Defensor del Pueblo, 2006).

Respecto de la titularidad del centro, los resultados de los distintos trabajos varían aunque la tendencia es que el “porcentaje” de quienes se consideran víctimas es mayor en los centros privados que en los públicos y concertados y que estos últimos son los que registran menores frecuencias de maltrato (Serrano e Iborra, 2005; Defensor del Pueblo, 2006).

CAUSAS O FACTORES QUE PROVOCAN LA VIOLENCIA ENTRE IGUALES

Una de las líneas de investigación que mayor interés ha despertado en el tema de la violencia escolar entre compañeros es la relacionada con los estudios de las causas que la originan o de los factores que facilitan su aparición y posterior evolución. Entre los trabajos más relevantes, fuera de nuestro país: Olweus (1973, 1978, 1993, 1998, 2007); Kokkinos y Panayiotou (2004); Mooij (1997); Funk (1997); (Power y Power, 1992) Kohlberg (1985); Higgins (1991); Rieder y Cichetti, (1989); Rieder y Cichetti (1989) Birch y Ladd, (1996); Catalano y Hawkins (1996); Bemak, F. y Keys, S. (1999) Sutton, J. y Smith, P.K. (1999) (Oliver, Oaks y Hoover, 1994; Schwartz, Dodge, Pettit y Bates, 1997; Espelage, Bosworth y Simon, 2000); (Orothrow, 1991) Debarbieux, 1997.

En nuestro país destacan las investigaciones llevadas a cabo por: Ortega (1998); Moreno Olmedilla (1998), Ortega (1995, 1996 y 1997) Defensor del Pueblo-UNICEF (2000) Elzo (2001), Díaz-Aguado, (1996, 2005, 2006). Díaz-Aguado, Martínez Arias y Martín Seoane (2004); Serrano e Iborra (2005); Cerezo (1997, 2001, 2000); Avilés (2001).

Son muchos los que en la actualidad defienden que la causa principal de la violencia entre iguales en la escuela está en la relación asimétrica o esquema de dominio-sumisión (Patterson, 1982; Ortega, 1998; Díaz Aguado, Martínez Arias y Martín Seoane (2004); Diáz-Aguado, 2006). Sin embargo, los datos aportados por numerosas investigaciones indican que existen otros factores que Olweus (2006, 2007) resume en los siguientes: las características de la personalidad o los patrones de reacción típica, en combinación con la fuerza física o la debilidad en el caso de los chicos, los factores ambientales, las actitudes, las rutinas y el comportamiento de adultos (familia y profesores), así como los propios mecanismos y procesos de grupos de iguales. Son características personales, familiares, escolares, sociales o culturales que ponen a unos escolares en situación de vulnerabilidad y a otros en la de ejercer la violencia con los primeros (Serrano e Iborra, 2005).

Un nuevo enfoque en la forma de entender la violencia es hacerlo desde la perspectiva evolutiva y por lo tanto en el propio individuo como desde los contextos en los que vive y se relaciona, siguiendo el modelo ecológico-contextual de Bronfenbrenner (1979) y Belsky (1980). Son numerosos los trabajos que se han llevado a cabo tratando de conjugar ambas perspectivas; destacan las investigaciones de Ortega (1995, 1996, 1997); Torrego y Moreno (2003); Serrano e Iborra (2005); Díaz Aguado (2006); Pellegrini y Brooks (1999); Salmivalli et al. (1996); Cowie (2000); Trianes (2000). Siguiendo a los mencionados autores se puede hablar de factores individuales o personales, factores centrados en el contexto escolar, factores cuyo origen se encuentran en el entorno familiar, factores de tipo sociocultural.

Factores individuales o personales:

Determinadas características como rasgos de personalidad, cualidades, dificultades del desarrollo, problemas individuales o psicosociales pueden estar en el origen de la violencia que los adolescentes ejercen sobre sus iguales en el entorno escolar.

Dificultades durante el desarrollo para establecer los necesarios vínculos de apego (Birch y Ladd, 1996), para interactuar con el contexto (Catalano y Hawkins, 1996). La falta de control y la agresividad y circunstancias personales, como las toxicomanías de ciertos niños y adolescentes, pueden ser factores de riesgo para que, en determinadas condiciones, se comporten de forma violenta con sus compañeros (Defensor del Pueblo-UNICEF (2000).

Existen algunas investigaciones en las que se trata de relacionar patrones de personalidad psicopatológica con las causas de la violencia en lo que respecta, tanto a los agresores como a las víctimas. Destaca el trabajo de Kokkinos y Panayiotou (2004) en el que se estudió la relación entre el Desorden de Oposición Desafiante (ODD), Desorden de Conducta (CD) y problemas de acoso en adolescentes chipriotas de 12 a 15 años. Los resultados ponen de manifiesto que, tanto los agresores como las víctimas tienen baja autoestima; sin embargo los primeros se encuentran más entre los que padecen presentan síntomas del denominado Desorden de Conducta, mientras que las víctimas se encontraban más entre los que sufren el Desorden de Oposición Desafiante. Es decir, el Desorden de Conducta (CD) y la baja autoestima predicen el acoso escolar, mientras que el Desorden de Oposición Desafiante (ODD) y la baja autoestima la victimación. Comportamientos agresivos asociados a estados depresivos y exposición a la violencia comunitaria (Lambert et al., 2005). Falta de empatía, autoestima baja, impulsividad, egocentrismo, consumo de alcohol y drogas, trastornos psicopatológicos: trastornos por déficit de atención, trastorno negativista desafiante y disocial, trastornos explosivo intermitente, trastornos de las emociones y el comportamiento (Serrano e Iborra, 2005).

La mayoría de los investigadores encuentran como causas personales de la violencia entre iguales en la escuela algunos de estas factores: agresividad y escasa resistencia a la frustración, yo débil, habilidades sociales deficitarias, tendencia a engañar y a manipular a los demás, inestabilidad emocional y fuerte impulsividad, incapacidad para asumir responsabilidades, ausencia de sentimientos de culpabilidad, dificultades para aceptar normas de convivencia.

Factores centrados en el contexto escolar:

El tipo de relaciones que establecen los adolescentes en el centro educativo (Salmivalli, 1998; Pellegrini et al. 1999; Cowie, 2000; Díaz-Aguado, Martínez Arias y Martín Seoane, 2004), los distintos estilos de enseñanza y de disciplina, los modelos organizativos y curriculares (Mooij, 1997; Funk , 1997; Elzo, 2001) el currículum oculto (Power y Power, 1992; Kohlberg, 1985, Higgins, 1991) citados por Díaz-Aguado (2006) y de disciplina, los sistemas de comunicación, el uso del poder, el clima socio-afectivo del centro (Rieder y Cichetti, 1989; Catalano y Hawkins, 1996), el tratamiento inadecuado de la diversidad y de la exclusión social (Gillborn, 1992, Troyna y Hatcher, 1992; Díaz-Aguado, 1992 y 1996). Clima escolar, estilo de enseñanza, modelo de disciplina, sistemas de comunicación, uso del poder, sistema de evaluación, agrupamiento de los alumnos, desarrollo curricular, tipo de relación profesor-alumno Ortega, 1995, 1996 y 1997, son con frecuencia, origen de la violencia entre ellos.

El trabajo de Salmivalli (1998) con escolares finlandeses pone de manifiesto que la impopularidad entre el grupo de compañeros es un factor de riesgo que pueden aumenta la posibilidad de convertir en víctimas a los impopulares; estos resultados (Coie y Dodge, 1999) para quienes no tener amigos, no ser elegido, sentirse rechazado en el aula, no tener apoyos de los compañeros es causa de victimación. También Pellegrini, Bartini y Brooks (1999) analizaron a estudiantes de Estados Unidos y encontraron que tener amigos y caer bien se relaciona indirectamente con llegar a convertirse en víctima, relaciones interpersonales pobres o de rivalidad (Melero, 1993)

Mooij (1997) y Funk (1997) analizaron variables organizativas y curriculares como el currículo, el método de enseñanza, el sistema de evaluación del rendimiento del alumnado y el tipo de agrupamiento de los alumnos. El currículum oculto por la diferencia que se produce entre lo explícito y lo que verdaderamente ocurre en las aulas es otra fuente de violencia (Díaz-Aguado, 2006). En muchos casos la violencia en los Centros de Secundaria se puede explicar porque reproducen el sistema de normas y valores de la Comunidad en la que están insertos y de la sociedad en general, es decir, los estudiantes están siendo socializados en anti-valores como la injusticia, la insolidaridad, el rechazo a los débiles, el maltrato físico y psíquico y, en un modelos de relaciones interpersonales basado en el desprecio y la intolerancia hacia las diferencias (Moreno Olmedilla 1998). La transmisión de valores de cooperación y no-violencia son contrarios a la exclusión y el acoso que se mejoran el ambiente escolar aun en situaciones graves de violencia (Power y Power, 1992; Kohlberg, 1985, Higgins, 1991)

La propia escuela como institución puede ser fuente o causa de violencia entre iguales. Elzo (2001) diferenció los siguientes: condiciones socioeconómicas o contextos en los que se ubica el centro: zonas de delincuencia, concentración de familias desfavorecidas, zonas marginales en general; prolongación de la escolaridad obligatoria con alumnos desmotivados, masificación de los centros, necesidad de afianzar la propia identidad personal y cultural, lo que puede conllevar oposición a las normas y a la autoridad, imposición de las propias formas de vida, valores y costumbres. Entorno escolar excesivamente jerarquizado, burocratizado y tecnificado, autoritarismo y abuso de poder Melero (1993), métodos educativos basados en el castigo, la competitividad y las comparaciones, metodologías poco atractivas, falta de armonía en los equipos docentes: en las relaciones interpersonales, desacuerdos en los estilos de enseñanza, incapacidad para trabajar en equipo.

En este mismo sentido, Díaz-Aguado, (2005, 25-26) entiende que la institución escolar es fuente de conflictos y violencia y señala, entre otras causas, la tendencia a minimizar las agresiones entre iguales, no ayudar a las víctimas, tratar el hecho de la diversidad como si ésta no existiera; la discriminación y exclusión en la interacción profesor-alumno, la justificación del maltrato y del aislamiento, el deterioro del clima del aula, la división del grupo en subgrupos enfrentados y el estrés; la escasez de personal cualificado y la ausencia de normas. También la forma entender y desempeñar la función del profesor de Secundaria como mero transmisor de conocimientos. (Díaz-Aguado, Martínez Arias y Martín Seoane, 2004).

Quicios García (2006) señala la falta de autoridad del profesorado como factor condicionante en el desarrollo de la violencia, profesión poco valorada y cuestionada tanto por las leyes de educación vigentes como por la familia, los propios alumnos y la sociedad.

Los resultados de los trabajos de Oñate Cantero y Piñuel y Zabala (2005) sugieren que los agresores se sienten provocados, agraviados o frustrados lo que les lleva a desencadenar agresiones contra otros compañeros a los que consideran diferentes y más débiles. Por otra parte se advierte el encadenamiento de las acciones violentas, es decir, el niño agredido puede convertirse fácilmente en agresor, responde a la violencia con la violencia. Las víctimas de la violencia pueden llegar a canalizar su frustración o agresividad hacia otros compañeros. Llama la atención el número significativo de los encuestados para los cuales el hecho de agredir a sus compañeros es cuestión de humor, gastar bromas, pasar un buen rato, a costa de los demás.

La mayoría de los estudios científicos coinciden en señalar, como más relevantes, las siguientes categorías de riesgo; exclusión social o sentimiento de exclusión, ausencia de límites, exposición a la violencia a través de los medios de comunicación, formar parte de bandas identificadas con la violencia, y también la justificación que la propia sociedad hace a veces de la violencia. Otra fuente de violencia tiene sus orígenes en la falta de condiciones para proteger a las personas de los riesgos arriba indicados, por ejemplo, escasez de modelos sociales positivos, falta de colaboración entre la familia y la escuela, deficitarios contextos o grupos de pertenencia que sean constructivos.

Factores centrados en el contexto familiar:

El tipo de relación que se establece entre los componentes de la familia y las circunstancias especiales que estos vivan, pueden convertirse en elementos facilitadores del surgimiento o del aprendizaje de la violencia en niños y adolescentes, que después proyectaran entre sus iguales en el contexto escolar. Olweus (1980 y 1998) ha ubicado, dentro del ámbito familiar, los factores que considera decisivos para el desarrollo de modelos de violencia.

La carencia de afecto y dedicación de los padres hacia los hijos, la educación familiar sin límites ni pautas que puedan corregir incipientes conductas (Oñate Cantero y Piñuel y Zabala, 2005) agresivas hacia los demás y la utilización de modelos agresivos para su educación con castigos físicos y emocionales, incrementa el riesgo de que el niño se convierta en un futuro en una persona agresiva hacia los demás. Los niños son más violentos cuando los padres maltratan a sus hijos, o cuando les permiten maltratar a otros porque les están enseñando a ser violentos (Orothrow, 1991). Los modelos violentos aprendidos en el seno de la propia familia y la violencia que los mismos niños y adolescentes sufren dentro de la misma son factores de riesgo y fuente de agresividad (Strauss y Yodanis, 1996; Kauffman y Zigler, 1987; O´Keefe, 1998; Moreno Olmedilla, 1998). Falta de control, de compañías y actividades de sus hijos fuera del colegio, por parte de los padres, discusiones de los progenitores en presencia de los hijos, problemas de alcoholismo del padre y uso excesivo de programas de televisión inadecuados Avilés (2001).

Tras la revisión de numerosos estudios sobre la violencia que ha llevado a cabo Díaz-Aguado (2003 y 2006) concluye en la misma dirección: la exposición a modelos violentos, especialmente durante la infancia y adolescencia, conduce a la justificación de la violencia e incrementa el riesgo de ejercerla posteriormente. Asimismo estudió la influencia que la familia puede tener en la violencia señalando las condiciones básicas que favorecen la educación de los hijos: establecimiento de una relación afectiva cálida y segura sin exceso de protección (Oliver, Oaks y Hoover, 1994; Schwartz, Dodge, Pettit y Bates, 1997; Espelage, Bosworth y Simon, 2000). Un cuidado ajustado a las necesidades propias de cada etapa. Respeto de límites sin caer en modelos de dominio-sumisión o en esquemas coercitivos (Patterson, 1982).

La mayoría de autores están de acuerdo en considerar como factores más relevantes de la violencia entre iguales en la escuela: pertenecer a familias desestructuradas, haber experimentado experiencias de violencia en el hogar, falta de afecto entre los miembros del grupo familiar, métodos educativos basados en la permisividad, en la pasividad o en el autoritarismo, castigo físico y maltrato emocional, acontecimientos traumáticos en general como enfermedades, muertes, paro, aislamiento y exclusión social.

Factores centrados en el contexto social:

Los componentes sociales, los modelos que proporcionan los adultos, las experiencias de maltrato y violencia familiar o escolar influyen decisivamente en la adquisición de modelos de comportamiento agresivo (Barudy, 1998; Bemak y Keys, 1999; Cerezo, 2000b; Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000). Asimismo el apoyo o rechazo que recibe cada individuo en sus grupos de referencia -familia e iguales-, el puesto que ocupa dentro de la red de relaciones, (Gallardo y Jiménez, 1997; Cerezo, 2001a). También los modelos que de forma explícita sugieren los medios de comunicación (Loscertales y Núñez, 2001) prensa, televisión (Huston et al. 1992; Morita et al. 1999; Diaz-Aguado, 1996 y Huesmann, et al., 2003), (Oñate Cantero y Piñuel y Zabala, 2005) como forma de obtener el aplauso y el reconocimiento social, sobre todo cuando el comportamiento agresivo no es sancionado. Determinadas condiciones socioeconómicas pueden ser origen de comportamientos violentos (Debarbieux, 1997; Elzo, 2001). Las creencias intolerantes, sexistas, machistas y de justificación de la violencia (Díaz-Aguado, Martínez Arias y Martín Seoane (2004).

Diaz-Aguado (1996) y Huesman, et al., (2003) señalan a los medios de comunicación  como una de las principales causas del origen de la violencia; entienden que los niños y adolescentes tienden a reproducir los comportamientos violentos observados en televisión inmediatamente después de verlos; respecto del comportamiento de los adultos existe se de una relación directamente proporcional entre la violencia que ejercen y la vieron en televisión durante su infancia; en general, puede conducir a que los observadores de violencia continuada en los medios de comunicación la entiendan como algo normal por lo que se reduce la capacidad de empatía hacia las víctimas.

CONSECUENCIAS DE LA VIOLENCIA

La mayor parte de los estudios que han analizado las consecuencias de la violencia en las escuelas, se han centrado en los efectos que produce en la salud física y psicológica de las víctimas, pero también en los agresores, en la propia institución escolar y en la sociedad en general. No resulta fácil llegar a conclusiones que puedan ser aceptadas, de forma unánime, por la comunidad científica, por los profesionales de la educación y por la sociedad en general. La forma en que se mide y conceptualiza el problema, las bases científicas en las que se fundamenta, el método de investigación, los efectos específicos del área de salud analizada y de análisis utilizado son variables que condicionan los resultados (Rigby, 2003).

En las víctimas:

De todos los implicados en la violencia escolar, las víctimas son las más perjudicadas. Son numerosas las investigaciones llevadas a cabo para analizar los efectos psicológicos negativos que la violencia ejerce en las víctimas. Entre las más significativas destacan, la ansiedad (Perry y otros, 1988; Craig, 1998; Bond y otros, 2001; Nishina y Juvonen, 2005; Urra Portillo (2006), depresión (Neary y Joseph, 1994; Craig, 1998); Urra Portillo (2006) bajas percepciones de la propia valía y competencias (Roland, 1989; Slee y Rigby, 1993; Neary y Joseph, 1994); Urra Portillo (2006) así como dificultades de adaptación social (Prinstein, 2001). En general las víctimas presentan más desórdenes psiquiátricos que el resto de los estudiantes (William, Chambers, Logan y Robinson, 1996; Hecht, Inderbitzen y Bukowski, 1998; Kumpulainen, Räsänen y Puura, 2001), problemas que suelen alargarse en el tiempo dando lugar a la necesidad de ayuda de profesionales (Olweus, 1997; Guterman, Hahm y Cameron, 2002). En algunos casos se puede llegar al suicidio (Olweus, 1993; Salomaki et al., 2001); Urra Portillo (2006). La victimación permanente puede llegar a convertirse en un estresor crónico y supone una gran amenaza para el bienestar y el desarrollo psicológico de niños y adolescentes (Kupersmidt, Coie y Dodge, 1990; Alsaker y Olweus, 1992; Smith, Bowers, Binney y Cowie, 1993). Los efectos más duros se concretan en formas de depresión y problemas internalising (Prinstein y otros 2001; Salomaki et al.; Griffin y Gross, 2004). Cuando depresión y problemas internalising se dan de forma simultánea se puede llegar a crear un círculo vicioso en las víctimas atrapadas en un rol de continua victimación. Otros efectos tienen que ver con problemas personales, rendimiento académico bajo, falta de amigos (relaciones amistosas de baja calidad) y ausencia de juegos en la escuela. De la revisión realizada por Hawker y Boulton (2002) se puede concluir que la victimación esta asociada con la depresión, la soledad, la ansiedad social y el autoconcepto global bajo.

La revisión realizada por Rigby (2003) recoge las conclusiones de estudios transversales, longitudinales y retrospectivos. Los primeros sugieren que las víctimas experimentan bajos niveles de bienestar psicológico, así como de adaptación social a la vez que posteriormente pueden sufrir problemas de salud. Los estudios longitudinales y los estudios retrospectivos ponen de manifiesto que los efectos de la victimación continuada se mantienen en el tiempo y se relacionan con un progresivo debilitamiento de la salud y del bienestar general. Existen evidencias que indican que acosar en la escuela es el inicio de comportamientos posteriores antisociales y violentos.


Los trabajos más relevantes de las últimas décadas los recogemos a continuación:

Olweus (1993) destaca como efectos negativos significativos: descenso de la autoestima, estados permanentes de ansiedad, cuadros depresivos, dificultades de integración escolar y bajo rendimiento académico. Cuando la victimación se alarga en el tiempo, pueden aparecer síntomas clínicos como neurosis, histeria y depresión; las situaciones extremas pueden llevar a intentos de suicidio. Kumpulainen et al., (1998) encontraron elevados niveles de síntomas psicosomáticos entre los chicos victimizados.

Díaz Aguado (1996) señala las siguientes consecuencias en la víctima: miedo y rechazo al contexto escolar, pérdida de confianza en sí mismo y en los demás, problemas de rendimiento, baja autoestima. Estos resultados se confirman en posteriores investigaciones de la misma autora (Díaz-Aguado, 2006) y son coincidentes con los estudios realizados por Urra Potillo (2006). Ortega (1998) señala en su estudio el daño moral que provoca en las víctimas la humillación, ser considerado estúpido, débil o un marginado social; la carencia de recursos para salir por sí mismos de esta situación hace que en ocasiones las víctimas lleguen al convencimiento de que la solución pasa por comportarse como sus propios agresores pudiendo llegar a convertirse ellos mismos en víctimas-agresoras.

El estudio realizado por Avilés (2001) indica que de todos los implicados en la violencia escolar, las más perjudicadas son las víctimas puesto que esta situación puede llevarles al fracaso escolar, fuerte ansiedad anticipatoria, fobia al colegio, insatisfacción y riesgos físicos, desembocando en la configuración de una personalidad insegura.

Baldry (2004) ha estudiado los efectos de la victimación y el acoso escolar, en la salud mental y física, en adolescentes de ambos sexos, de edades comprendidas entre los 11 y los 15 años. Concluye que: los comportamientos violentos directos hacia compañeros como golpear, amenazar, ridiculizar o insultar no están directamente relacionados con padecer una salud mental pobre, sin embargo, otros tipos de comportamientos encubiertos como la divulgación de rumores, desprestigiar a alguien con habladurías, sembrar dudas mediante comentarios intencionados, se relacionan directamente con comportamientos de huída, ansiedad y depresión. Los efectos del acoso escolar directo e indirectos son los mismos: ansiedad, depresión, somatizaciones, excepto en los comportamientos de huída que son específicos del acoso indirecto.

Storch y Masia-Warner (2004) encontraron relación positiva entre victimación manifiesta y relacional con temor a la evaluación negativa, evitación social y soledad; los comportamientos prosociales de los compañeros suavizan los efectos referidos de la variable soledad.

Las conclusiones del trabajo de Woods y Wolke (2004) son altamente reveladoras. Estos autores encontraron que el alto rendimiento escolar, en alumnos de 2º año, se relacionaba directamente con la exclusión social de dichos alumnos en 4º año.

El estudio realizado por Newman, Holden y Delville (2005) con una muestra de 853 estudiantes de primer curso de la Universidad de Texas y Austin analiza la relación existente entre aislamiento y estrés en las víctimas de la violencia. Los resultados indican que la frecuencia y duración de la violencia se relaciona positivamente con la aparición de síntomas de estrés y sentimientos de soledad con independencia de la variable género. Los “whipping boys” y las “whipping girls” parecen tener altos riesgos para el desarrollo y serios problemas de salud física y psicológica. Tanto chicos como chicas quedan menos afectados si están apoyados por un grupo de amigos.

El trabajo de Rodriguez López (2005) analiza las consecuencias de la violencia en las víctimas tanto a nivel psíquico como físico. A nivel psíquico la víctima es y se siente rechazado por los iguales, hecho este que influye en la motivación, en el logro académico y en la participación en las actividades de aprendizaje; así mismo corren riesgo de padecer enfermedades psicosomáticas relacionadas con problemas de sueño y alimentación. La principal consecuencia es la vivencia de un sentimiento permanente de amenaza que acaba convirtiéndose en ansiedad que puede conducirles a desarrollar trastornos emocionales como sentimiento de fracaso, impotencia, irritabilidad, frustración, autoestima baja, apatía, estrés. Se sienten humillados, débiles, estúpidos, marginados. Muchas víctimas llegan a creer que ellas mismas son la causa de las agresiones que sufren, piensan que son débiles, que no saben afrontar las relaciones interpersonales, que son ellas las que se aíslan, en definitiva, que provocan las situaciones. Son también significativas las consecuencias a nivel cognitivo; las víctimas suelen padecer trastornos de memoria, dificultades de concentración, falta de iniciativa, escasa resistencia a la frustración. Si la agresión se produce durante mucho tiempo, los mecanismos de alerta se disparan y el agredido vive en una hiper-vigilancia o alerta permanente que puede llegar a alterar la dinámica de su comportamiento general y de su rendimiento académico. En algunos casos se originan trastornos de conducta, no fáciles de relacionar con el problema que los está causando, es el denominado síndrome “burn-out” o “estar quemado”, el cual implica una casi imposibilidad para enfrentarse al trabajo habitual y a los obstáculos de la vida ordinaria, a un estrés crónico, a una frustración permanente, al agotamiento y a la fatiga emocional; en los casos extremos puede dar lugar a cuadros depresivos graves, a trastornos paranoides y al suicidio.

A nivel físico, los efectos de la violencia en las víctimas se traducen en problemas psicosomáticos como pesadillas, diarrea, dolor abdominal, vómitos, pérdida de apetito, llanto espontáneo, sensación de nudo en la garganta, dolor torácico, sudoración, sequedad de boca, palpitaciones, dificultad para respirar, dolor de espalda, dolor cervical, dolor muscular.

Serrano e Iborra (2005), autores del Informe Violencia entre compañeros en la escuela, del Centro Reina Sofía, en el que tratan de “identificar la percepción del problema que tienen quienes son testigos de actos de violencia escolar, quienes lo sufren y quienes lo perpetran” concluyen que la percepción de las propias víctimas tienen sobre las consecuencias del acoso escolar son, por este orden: nerviosismo, tristeza, soledad, alteraciones del sueño o reducción del rendimiento escolar; un número significativo, 32,8% de las encuestadas, responden que no les ha afectado.

Oñate y Zabala (2005), en los informes Cisneros VII y Cisneros X han analizan la relación “de causa-efecto entre la aparición en los niños de determinados cuadros clínicos y la intensidad del acoso recibido”. Destacan, de mayor a menor gravedad: síndrome de estrés postraumático, depresión, terror, tendencias suicidas, baja autoestima, ansiedad, somatizaciones, autoimagen negativa, introversión social, distimia. El hostigamiento verbal, el bloqueo social, la exclusión, el desprecio y la ridiculización provocan en los agredidos mayores índices de depresión y estrés postraumático; el desprecio, la ridiculización y el hostigamiento verbal son los que desarrollan en los acosados tendencias al suicidio. Por otra parte, la “ley del silencio” tiende a desarrollar sentimientos de culpabilidad.

Los efectos de la violencia escolar en las víctimas que mayor consenso ha alcanzado entre los investigadores son: fobia escolar, fracaso y absentismo escolar, estrés, cuadros depresivos, problemas de adaptación al centro, cambios frecuentes de estado de ánimo, trastornos de personalidad, desajuste personal, alto nivel de ansiedad generalizada, ataques de miedo o pánico, baja autoestima, intentos de suicidio, baja expectativa de logro, indefensión aprendida, dificultades en las relaciones interpersonales y carencia de amigos.

En los agresores:

Los efectos negativos que la violencia escolar tiene en los propios agresores ha sido poco estudiada. En nuestro país destacan los trabajos de Ortega (1997), Avilés (2001, 2002), Rodríguez López (2005), Oñate y Piñuel (2006), (Díaz Aguado, 1996 y 2006), Serrano e Iborra (2005), Defensor del Pueblo (2000 y 2006).

Para Ortega (1997, 2001), el adolescente que agrede impunemente “se socializa en una conciencia de clandestinidad que afecta gravemente a su desarrollo sociopersonal”; no cumple las normas y las rechaza, sufre un progresivo deterioro del desarrollo moral y aumenta el riesgo de caer en la precriminalidad; puede, incluso, desarrollar una vinculación patológica con comportamientos violentos que le pueden llevar a la muerte. Estos datos los confirma el trabajo de Rodríguez López (2005).

Avilés Martínez (2001) cree que el comportamiento violento dificulta el aprendizaje de otras opciones no violentas para la resolución de los problemas, lo que puede conducirle a la violencia. Por otra parte el status y el reconocimiento social del grupo refuerzan las conductas agresivas e incrementan el riesgo de llegar a generalizarlas y reproducirlas posteriormente en la convivencia familiar.

Serrano e Ibarra, en el Informe del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia (2005) analizan las consecuencias de la violencia escolar para el asesor desde el punto de vista disciplinar; los resultados más relevantes y por este orden son: es sancionado, se le abre un expediente, es expulsado de clase y es expulsado del colegio. En algunos casos, la ley del silencio provoca en los agresores sentimientos de culpabilidad (Oñate y Piñuel, 2006).

Según Díaz Aguado (1996 y 2006), en los agresores disminuye el desarrollo de la capacidad de comprensión moral, de la empatía, de la competencia socio-emocional, de las relaciones interpersonales a la vez que se refuerza un estilo agresivo de interacción con los demás.

Estudios realizados en otros contextos llegan a conclusiones similares. Para Salomaki et al., (2001), los agresores, como consecuencia del ejercicio de la violencia, pueden llegar a sufrir daños mentales, físicos e incluso la muerte sobre todo cuando sus conductas agresivas van asociadas al consumo de drogas. El trabajo de Woods y Wolke (2004) no encontró relación entre el comportamiento violento de los agresores y el rendimiento académico.

En el grupo:

La violencia en la escuela produce daños no sólo en el individuo hacia la cual va dirigida, sino también en los individuos que forman el grupo y en la dinámica del propio grupo. Los estudiantes son observadores de la violencia en las aulas; en ocasiones están de acuerdo con ella; la mayor parte, a pesar de rechazarla internamente, guardan silencio. Algunos estudios relevantes son los de: Salmivalli et., al. (1996 y 2004) y Bukowski y Sippola (2001) la presión del grupo puede hacer que algunos adolescentes estimulen los comportamientos violentos de sus compañeros aunque internamente los rechacen; ser testigo de acoso puede contrarrestar el sentimiento de humillación e ira y los sentimientos personales negativos cuando ellos mismos son los acosados (Nishina y Juvonen, 2005); miedo a convertirse en víctima (Díaz Aguado, 1996 y 2006; Ortega, 1997); reducción de la empatía y de la sensibilidad, aumento de la apatía y la insolidaridad, riesgo de convertirse en agresores (Díaz Aguado, 1996 y 2006); aprenden a no implicarse y a callar; desarrollo de sentimientos de culpabilidad (Ortega, 1997; Oñate y Piñuel, 2006); falta de sensibilidad ante el sufrimiento de la víctima (Avilés Martínez, 2005). El grupo puede llegar a vivir en un clima de temor e injusticia. (Rodríguez López, 2005).

En la propia institución escolar:

La propia institución escolar, su organización y dinámica, se ve afectada por la violencia entre iguales de los escolares. Se reduce la calidad de vida de las personas, se dificulta el logro de los objetivos de aprendizaje, aumentan las tensiones y se desarrollan nuevos problemas. (Díaz-Aguado, 1996, 1997 y 2006). La cantidad y calidad del trabajo disminuye; el trabajo cooperativo y en grupo se dificulta o imposibilita (Rodríguez López, 2005).

En la sociedad en general:

La violencia en la escuela pone de manifiesto un modelo social de abuso, sumisión e intolerancia contrario a los valores básicos de una sociedad democrática basada en la igualdad y el respeto a los demás. Díaz-Aguado (2006).

PERFIL DE LOS AGRESORES Y VÍCTIMAS

Si bien la incidencia del maltrato entre iguales ha sido, durante décadas, el tema prioritario de estudio, en los últimos años la incorporación de nuevos métodos de estudio han contribuido al análisis de nuevos campos o aspectos del fenómeno; uno de ellos es el referido a las características o perfil que describe a los actores que intervienen de manera directa en el desarrollo del problema. No fueron pocos los que defendieron y siguen defendiendo “la existencia de un perfil de personalidad característico de los agresores y de las víctimas”, no obstante, la contemplación de nuevas variables de estudio han contribuido a hacer caer el mito y a considerar que lo que llamamos perfil no puede considerarse como un conjunto de características fijas, sino como “tendencias sujetas al cambio” (Defensor del Pueblo, 2006, 36).

PERFIL DEL AGRESOR

Como se ha indicado en el párrafo anterior, no podemos hablar, en términos absolutos, que el perfil de los agresores que sea estable; a las razones apuntadas hay que añadir las derivadas de los distintos tipos que analizó Olweus (1998) y que han sido aceptados por la mayoría de los estudiosos del tema. El citado autor diferenció tres tipos: el agresor directo que es el que agrede entrando en contacto personalmente con la víctima, el indirecto que es el ejerce la violencia sin entrar en contacto directo con la víctima sino que lo hace a través de su grupo de seguidores y el agresor pasivo cuya acción se centra en apoyar las actuaciones de los otros dos grupos de agresores.

Diferentes estudios coinciden en señalar en los centros escolares la figura masculina como agresor (Maccoby y Jacklin, 1974; Ortega, 1994; Olweus, 1998; Cerezo, 1999; Jonson y Lewis, 1999, Defensor del Pueblo, 2000 y 2006) como víctima (Paetsch y Bertrand, 1999; Glover, Gough, Jonson y Cartwright, 2000; Cleary, 2000) e incluso como agresores-víctimas (Kumpulainen, Rasanen y Puura, 2001) apareciendo conductas intimidatorias en los chicos tres veces más que en las chicas (Tattum y Lane (1989).

Otros estudios como los de Smith (1994) señalan a las chicas como sujetos con conductas intimidatorias más sutiles que utilizan factores psicológicos en sus intimidaciones. Este dato podría explicar la diferencia entre chicos y chicas por el sesgo que se produce al medir sólo las conductas agresivas directas y físicas puesto que cuando se incluyen en las mediciones agresiones indirectas como la difusión de rumores entre otras, las diferencias entre sexos descienden.

Otros estudios indican que se van igualando cada vez más las diferencias de sexo (Hoover y Juul, 1993; Ahmah y Smith, 1994; Craig, 1998; Ortega y Mora-Merchán 2000). Algunas investigaciones de autores como por ejemplo Olweus (1998), Mynard y Joseph (1998) y Ortega y Mora-Merchán (2000) coinciden en equiparar la frecuencia de ridiculizar o poner motes tanto en los agresores masculinos como femeninos, a diferencia de la agresión física directa y el daño a pertenencias que es más frecuente en los chicos y las agresiones indirectas y sutiles en las chicas. La conducta hablar mal de los compañeros la realizan más las chicas que los chicos (Defensor del Pueblo, 2000; Pareja, 2002; Hernández y Casares, 2002; Ararteko, 2007; Sindic de Greuges, 2007).

En el estudio realizado por los autores Vaillancourt, Hymel y McDougall (2003) con una muestra de 555 estudiantes canadienses de los grados 6º al 10º (11-17 años) examinaron la asociación entre bullying, poder y estatus social así como variabilidad en las características del comportamiento, autopercepciones y funcionamiento de la salud mental. Los resultados indican que aunque generalmente son vistos por los iguales como antipáticos y agresivos un número significativo de agresores eran también considerados populares, poderosos y con cualidades de liderazgo, competentes y valiosos en términos de la propia percepción social transmiten buen feeling acerca de sí mismos y las interacciones entre pares. Cuando los subgrupos de bullying se hacen atendiendo al criterio distintos niveles de poder social percibido, los agresores poderosos son percibidos por los iguales como más populares, más simpáticos y más agresivos psicológica y relacionalmente que los agresores con menor poder. Adicionalmente los líderes poderosos son vistos o exhiben mayores competencias por ejemplo en atractivo psicológico, marcando moda y pueden llegar a ser buenos atletas.

Ha sido bastante aceptada la identificación de los agresores según estas características: aceptación pobre, psicológicamente agitados (no estables) marginados en el grupo de iguales (Vaillancourt, Hymel y McDougall, 2003). Tras la revisión de numerosas investigaciones que analizan las características de los agresores, Estévez López (2005, 21) identifica las siguientes características: alumnos repetidores y de edad superior a la media de la clase, rendimiento escolar bajo, actitud negativa hacia la escuela, más fuertes físicamente que sus víctimas, escasa empatía hacia las víctimas, altos niveles de impulsividad, necesidad de dominar mediante la amenaza, escasa tolerancia a la frustración, dificultades para aceptar las normas sociales, actitud hostil y desafiante con padres y profesores, en general autoestima media o baja, tienen un grupo pequeño de amigos que les apoyan, suelen ser más populares que las víctimas, con frecuencia experimentan conflictos familiares y son víctimas del autoritarismo y hostilidad parental. Por otra parte, Rodríguez (2004), citado por Estévez López (2005, 21) identifica cuatro necesidades básicas que caracterizan a los agresores: Necesidad de protagonismo, necesidad de sentirse superior, necesidad de ser diferente y necesidad de llenar el vacío emocional. Según el estudio del Centro Reina Sofía (2005) “Violencia entre compañeros en la escuela”, los agresores se caracterizan porque en general, son aficionados a las actividades de riesgo, a ver películas violentas y a realizar actividades y juegos también violentos. Además es frecuente que alberguen sentimientos de odio hacia los demás, que tengan una percepción distorsionada de la realidad por lo que muchas veces entienden que su ataque no es más que una defensa por la provocación de la víctima.

Numerosas investigaciones han estudiado los tipos de agresores según criterios diferentes: características de personalidad (Olweus, 1977, 1993 y 1998; Dogde y Coie, 1990; Slee y Rigby, 1993; Berkowitz, 1993; Salmivalli, 1996; Fernández, 1998; Cerezo, 1999 y 2001; Díaz-Aguado, 2005; Ortega, 2006), dificultades de adaptación (Olweus, 1998; Salmivalli, 1996; Fernández, 1998; Pellegrini y otros, 1999; Cerezo, 1999; Kaltiala-Heino y otros, 2000; Kumpulainen, Räsänen y Puura, 2001; O`Moore y Kirkham, 2001; Schwartz, 2001; Díaz-Aguado, 2005), status social entre iguales o poder social percibido (García Orza, 1995; Díaz-Aguado,Martínez Arias y Martín Seoane, 2004; Díaz-Aguado, 2005) autopercepciones (Olweus, 1994; Salmivalli y otros, 1999; Salmivalli y otros 2000; Cerezo, 2001; Serrano e Iborra, 2005), problemas de personalidad (Slee y Rigby, 1993; García Orza, 1995; Kaltiala-Heino, Rimpelä, Rantanen y Rimpelä, 2000; Cerezo, 2001; Ortega, 2006).

Desde comienzos de los años 90 los estudios realizados para explicar la agresividad humana han derivado hacia modelos interactivos persona-situación Berkowitz (1993); Salmivalli y otros (1998); Sutton y Smith (1999). Estos modelos incorporan variables personales junto con variables situacionales y de solución de tareas, así como las interacciones de todas ellas. El planteamiento actual presenta un modelo explicativo interactivo y complejo, donde se relacionan elementos biológicos, de personalidad, situacionales y de aprendizaje, por ello diferenciamos características de personalidad, variables de socialización y autoestima para describir lo más ajustadamente posible el perfil del agresor. A continuación presentamos algunas características compartidas por un número significativo de los mismos.

Características generales

Cuando hablamos de características generales nos estamos refiriendo a todos aquellos aspectos que son compartidos por la mayoría de los sujetos que agreden. Para Ortega (2000) el agresor raramente es un alumno brillante académicamente; generalmente el grupo no utiliza el criterio “excelencia” que los adultos sí utilizamos para evaluar a sus compañeros. “Chicos/as de desastrosos rendimientos académicos, de pobre inteligencia para enfrentarse a tareas cognitivas, pueden gozar de prestigio social en base a sus habilidades en juegos y habilidades no académicas” (p. 5). Este tipo de alumnos suele ser muy hábil para ciertas conductas sociales como no intimidarse por las recriminaciones de los adultos y evitar el castigo, buscar explicaciones para justificar su comportamiento (empezó el otro, se lo ha buscado, lo provocaron, tuvo que defenderse); han aprendido las claves para hacer daño y no ser descubierto; son cínicos y, a veces, muy simpáticos con los adultos a los que puede llegar a adular y confundir. Las características del agresor guarda estrecha relación con una personalidad problemática pudiendo incluir rasgos tendentes a la psicopatía; estos sujetos suelen haber vivido experiencias de violencia, abandono, inestabilidad emocional, humillación permanente, desprecio, abuso por parte de sus familiares o de otros adultos. “Todo ello los convierte en verdugos y víctimas; en personas que se están socializando en base a unas actitudes y a unos comportamientos que les dificulta la comprensión de los sentimientos de los otros” ( p. 6).

En otro estudio llevado a cabo por Díaz-Aguado (1996) en una muestra de 601 chicos de edades comprendidas entre los 14 y los 20 años en centros de Secundaria de Madrid, se encontró que los agresores se diferenciaban del resto de sus compañeros en los siguientes aspectos: razonaba de forma más primitiva en temas relacionados con conflictos entre derechos, justificaban la violencia, se llevaban mal con los profesores, eran rechazados en clase, mostraban una fuerte necesidad de protagonismo, eran considerados inmaduros antipáticos y con problemas para ponerse en el punto de vista de los demás.

Los autores Olweus (1998), Fernández (1998), Cerezo (1999) y Trianes (2000) coinciden en señalar en sus investigaciones las siguientes características como propias de los agresores: más fuertes físicamente que sus víctimas, bajo rendimiento escolar, comportamiento impulsivo, actitud negativa hacia la escuela, escasa tolerancia a la frustración, falta de empatía hacia las víctimas, dificultades para aceptar las normas sociales, necesidad dominar a través del poder y la amenaza, autoestima media o incluso alta, rechazados pero más populares que sus víctimas, tienen un grupo pequeño de amigos que les apoyan.

Díaz-Aguado (2005, 20-22) cree que en el modelo dominio-sumisión que se establece entre el agresor y la víctima está el origen de la violencia en la escuela. Basándose en los estudios de (Olweus, 1993; Pellegrini, Bartini y Brooks, 1999; Salmivalli y otros, 1996; Schwartz, Dodge, Pettit y Bates, 1997); destaca como características más frecuentes de los agresores las siguientes; situación social negativa a pesar de contar con algunos amigos, tendencia a abusar de su fuerza física, son impulsivos, tienen déficit de habilidades sociales y escasa tolerancia a la frustración, les cuesta cumplir las normas, mantienen relaciones negativas con los adultos, generalmente el rendimiento académico es bajo, son poco autocríticos, algunos estudios han puesto de manifiesto que los agresores pueden tener autoestima media e incluso alta. Los mencionados autores han estudiado antecedentes familiares como posibles predictores de la violencia entre los que destacan: la ausencia de relación afectiva, cálida y segura sobre todo con la madre, ausencia de límites, permisividad en conductas anti-sociales, autoritarismo y castigo corporal.

En el estudio con adolescentes llevado a cabo por Díaz-Aguado, Martínez Arias y Martín Seoane (2004), se destacan las siguientes características: tienen dificultad para resolver conflictos sin acudir al uso de estrategias no violentas, suelen ser racistas, xenófobos y sexistas (modelo dominio-sumisión), justifican la violencia y la tolerancia en las relaciones entre iguales, tienen dificultad para ponerse en el lugar de los demás, su razonamiento moral es más primitivo lo que les hace más vengativos, muchas veces justifican su conducta violenta, la mantienen en el tiempo y “compran” el silencio de los observadores basándose en los conceptos chivato y cobarde. Con frecuencia se muestran insatisfechos con el aprendizaje y con el tipo de relación que establecen con los profesores. Sus compañeros les consideran en general intolerantes y arrogantes. Estos datos los confirma posteriormente Díaz-Aguado (2006, 5-9) para quien “los agresores muestran una acentuada tendencia a abusar de su fuerza y una mayor identificación con el modelo social basado en el dominio y la sumisión, carecen de empatía, se identifican fuertemente con conceptos estrechamente relacionados con el acoso escolar como los de chivato y cobarde,”.

Personalidad

Con frecuencia se entiende que la agresividad es una característica estable de la personalidad (Lorenz, 1974; Olvews 1977). Existen numerosos estudios empíricos que revelan que los sujetos agresores tienden a comportarse de esta forma de manera estable. En la revisión realizada por Cerezo (2001) destaca los llevados a cabo por Dodge y Coie, (1990); Olweus (1993) que incluso la asocia a variables de personalidad. Por otra parte, Slee y Rigby (1993), Mynard y Joseph (1997) encontraron algunas variables de personalidad asociadas a cada patrón de conducta; así, el agresor muestra alta tendencia hacia el psicoticismo, a desórdenes mentales en la adolescencia como depresión, ansiedad (Kaltiala-Heino, y otros 2000) y las víctimas a la introversión y baja autoestima. Es decir, la investigación parece poner de manifiesto que existen dimensiones de la personalidad específicas para los agresores y las víctimas (Kolko, 1992; Berkowitz, 1993; Cerezo; 1997 y 2001; Barudy, 1998) .

Olweus (1998) señala al agresor con temperamento impulsivo, violento, ira incontrolada, hostil, falta de empatía, ausencia de sentimiento de culpabilidad, y autosuficiente con predominante necesidad de dominar a los demás. Inestabilidad emocional y bajo grado de simpatía (Tani et al. 2003).

Cerezo (2001), en el trabajo llevado a cabo con una muestra de 315 alumnos de la región de Murcia, de edades comprendidas entre los 10 y los 15 años, analizó variables de personalidad asociadas a los agresores y a las víctimas. Las conclusiones más significativas referidas a los agresores apuntan a que en su perfil, junto con aspectos físicos como ser varón y poseer una condición física fuerte, establecen con los compañeros que consideran más débiles y cobardes, relaciones agresivas y violentas. Las dimensiones de personalidad específicas son: “elevado nivel de psicoticismo, extraversión y sinceridad, junto a un nivel medio de neuroticismo” (p: 41); estos resultados confirman los de investigaciones anteriores como la de Slee y Rigby (1993) que encontraron alta tendencia al psicoticismo. Los propios agresores se consideran líderes y sinceros, muestran alta autoestima y notable asertividad lo que los convierte en provocadores; en algunos casos los acosadores pueden desarrollar más estrategias de afrontamiento efectivo que las víctimas (Cassidy y Taylor, 2005). Rodríguez (2004), destaca cuatro necesidades básicas en el agresor: necesidad de protagonismo, es decir, que le presten atención, necesidad de sentirse superior, desean ser más fuertes y poderosos que el resto, necesidad de ser diferente, crean su propia imagen despreciando todo aquello que no se asemeje a lo que ellos han elegido, y necesidad de llenar un vacío emocional, no se emocionan ante los estímulos cotidianos por lo que buscan situaciones que les reporten nuevas sensaciones y vivencias. Resuelven los conflictos de forma violenta, carecen de capacidad de autocrítica y no experimentan sentimientos de culpabilidad; respecto del autoestima suele presentar un nivel medio o incluso elevado (Díaz Aguado, 2006).

Adaptación al ámbito social y escolar

Existen diferentes puntos de vista sobre la adaptación de los agresores. Algunos estudios sugieren que los adolescentes agresivos no son inseguros ni ansiosos (Olweus, 1994), por el contrario tienen una visión relativamente positiva de ellos mismos (Salmivalli, Kaukiainen, Kaistaniemi y Lagerspetz, 1999; Salmivalli, Ojanen, Haanpää, 2000). Otros estudios indican que la ansiedad y la depresión son comunes a víctimas y agresores y por lo tanto presentan dificultades de adaptación al ámbito social (Kaltiala-Heino, Rimpelä, Rantanen & Rimpelä, 2000).

García Orza (1995) destaca en las relaciones interpersonales de los agresores la existencia de una carga excesivamente agresiva en sus reacciones lo que les lleva a padecer un problema de ajuste. Su integración escolar es menor (Cerezo, 1997) al ser generalmente chicos repetidores mayores en edad que el resto de sus compañeros, menos populares que los bien adaptados, pero más populares que sus propias víctimas.

Parece universalmente aceptado que los chicos que son agresores y a la vez víctimas de la agresión sistemática, tienen una desadaptación muy alta, más que los chicos que son solamente victimizados; suelen abusar del consumo de sustancias tóxicas (Kaltiala-Heino y otros, 2000); Kumpulainen, Räsänen y Puura, 2001; O`Moore y Kirkham, 2001; Schwartz, 2001).

Numerosos estudios longitudinales han demostrado que los escolares agresivos se diferencian de sus compañeros por las siguientes características: son rechazados, se llevan mal con sus profesores, manifiestan conductas hostiles hacia la autoridad, tienen baja autoestima y con frecuencia muestran dificultad para concentrarse, planificar y terminar las tareas; suelen abandonar pronto la escuela y no se identifican con el sistema escolar (Glueck y Glueck, 1960; Coleman, 1982; Conger y otros, 1965) citados por Díaz-Aguado, 2005, 26). Son manifiestas sus dificultades para cumplir normas así como las malas relaciones con el profesorado y otras figuras de autoridad; casi siempre está presente el bajo rendimiento académico (Díaz-Aguado, 2006), se caracterizan por ser indisciplinados (Xin Ma, 2002).

Quicios García (2006) describe a los acosadores como sujetos débiles que necesitan reafirmarse en el grupo. Su estrategia de actuación cumple un doble objetivo; en primer lugar paralizar al compañero acosado, y en segundo lugar al grupo a través del miedo. La misma autora mantiene la hipótesis de que el agresor infantil y juvenil que ha ejercido bullying exitosamente con sus compañeros, se convierte en un adulto conocedor de sus capacidades coercitivas y de los éxitos que con estas destrezas puede obtener. Estas actitudes no reconducidas en las primeras etapas escolares, le convierten en sujeto de riesgo como acosador social al acceder al mundo laboral.

Ámbito familiar

Olweus (1998), Fernández (1998), Cerezo (1999) y Trianes (2000) en sus investigaciones señalan que los agresores crecen en un estilo familiar autoritario, hostil o permisivo en exceso, carecen de supervisión y apoyo parental y tienen comportamientos desafiantes y hostiles con sus progenitores. Muchos de ellos han vivido experiencias traumáticas de violencia doméstica que les lleva a reproducir el papel de dominadores, no han aprendido a respetar los límites y a buscar alternativas para solucionar los conflictos diferentes a la violencia (Díaz Aguado, 2006).

PERFIL DE LA VÍCTIMA

Son también numerosos los trabajos que han analizado lo que se ha dado en llamar rasgos característicos o perfil de la víctimas; como en el caso de los agresores, no existe un perfil que sirva para describir a la mayoría de los escolares que han sufrido violencia escolar por parte de sus iguales; por otra parte, no se puede hablar de un tipo único de víctimas; la abundante investigación sobre el tema diferencia entre víctimas provocativa, activa o agresora y víctima pasiva o sumisa (Olweus, 1993; Pellegrini, Bartini y Brooks, 1999; Salmivalli y otros, 1996; Schwartz, Dodge, Pettit y Bates, 1997; Smith y otros, 2004; Díaz-Aguado, Martínez Arias y Martín Seoane, 2004; Díaz Aguado, 2005; Crick, Grotpeter y Rockhill, 1999). La característica común de todas las víctimas es la soledad y el aislamiento; comparten algunos rasgos como: ambiente familiar autoritario y hostil, rechazo de los compañeros, déficit de habilidades sociales, dificultad para respetar las normas sociales, impulsividad y ansiedad (Informe del Defensor del pueblo-UNICEF, 2000; Díaz-Aguado, 2002 y 2006; Griffin y Gross, 2004) y se diferencian según se trate de víctimas activas o pasivas.

Las víctimas activas se caracterizan por combinar comportamientos de inquietud y reacciones agresivas, sufren problemas de concentración y pueden tener dificultades de lecto-escritura llegando algunos a padecer hiperactividad (Olweus, 1978, 2001a). Suelen reaccionar al maltrato con conductas negativas hacia sus iguales como impulsividad, irritabilidad, agresividad (Crick, Grotpeter y Rockhill 1999; Díaz-Aguado, 2005). Según Ortega (2006) el tipo de víctima provocadora suele ser un adolescente muy interactivo, que se implica en conversaciones de otros grupos sin haber sido invitado, que comete torpezas sociales que se convierten en la excusa perfecta para que los agresores justifiquen su comportamiento. Tiende a sufrir aislamiento social, a ser impopular y rechazada por sus iguales; con frecuencia padece problemas de concentración; este tipo de víctimas tiene peor pronóstico, a largo plazo, que las pasivas (Díaz Aguado 2005).

Díaz-Aguado (2006) señala la tendencia que existe de culpabilizar a la víctima tanto por parte del agresor como por parte de la propia víctima y de las personas que la rodean. El agresor justifica su comportamiento violento llegando a sentirse como un héroe que suministra lo que la víctima provocadora se ha buscado. Las personas que rodean a la víctima con frecuencia también tienden a responsabilizarla pensando que algo hará para que se comporten con ella así.

La víctima pasiva se caracteriza por vivir una situación de aislamiento social, conducta pasiva, miedo, vulnerabilidad, timidez, gran ansiedad, inseguridad, baja autoestima, escasa asertividad, dificultad para comunicarse con los demás, rechazo e indiferencia por parte de los compañeros, ansiedad, síntomas depresivos, obesidad, baja estatura o demasiada altura, rendimiento académico superior al de los agresores (Crick, Grotpeter y Rockhill, 1999; Toblin y otros, 2005; Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000; Díaz-Aguado, 2002 y 2006; Griffin y Gross, 2004; Serrano e Iborra, 2005) . Según el estudio de Salmivalli (1998) las víctimas perciben que no son populares entre sus compañeros, que no tienen amigos y que su familia no les apoya. Se embarcan en ideas suicidas con más frecuencia que sus compañeros, en el caso de los chicos, a menudo, son más débiles que sus iguales y se relacionan mejor con los adultos que con sus compañeros (Olweus, 1978, 2001a).

En los últimos años, se ha estudiado el perfil de las victimas analizando variables relativas al sexo, la edad, el curso académico en el que el problema tiene mayor incidencia, características de personalidad, adaptación al medio social y escolar. A continuación presentamos algunas características compartidas por víctimas activas y pasivas.

Características generales

En cuanto al sexo de las víctimas falta unanimidad. Para unos se reparte por igual entre chicos y chicas (Ortega, 1990; Cerezo, 2001; Fonzi et al 1999); más chicos que chicas (Defensor del pueblo-UNICEF, 2000). Depende de culturas, en Japón más chicas que chicos (Mombuso, 1994) y más víctimas chicas (Taki, 1992). Especialmente en el caso de las víctimas chicas existen niveles altos para ser intimidadas directa e indirectamente, de forma regular, con frecuencia y ser excluidas por sus compañeros (Mooij, 1997). Según Smith et al. (2004) las víctimas se muestran reacias a contar a alguien sus experiencias de acoso.

Según el estudio de Cassidy y Taylor (2005) las víctimas tienen bajas puntuaciones en control de resolución de problemas y dificultades para desarrollar estrategias de afrontamiento efectivo. La mayoría de los investigadores están de acuerdo en que las víctimas de la violencia entre iguales en la escuela no comparten características comunes; la víctima “puede ser un estudiante de buenos, malos o medianos rendimientos académicos. Casi siempre con escasas habilidades sociales, aunque no siempre es tímido ni reservado”. Otras víctimas lo son simplemente porque padecen alguna deficiencia física o psíquica; tienen alguna característica especial como usar gafas, ser gordo, ser más bajo o más alto; porque sufre dificultades en el desarrollo o problemas de aprendizaje. Otro grupo de víctimas son las que pertenecen a grupos sociales diferenciados: gitanos en centros de mayoría paya. Muchas de las víctimas señaladas por los otros como agresores son aquellas que han sufrido o están sufriendo la violencia de sus compañeros y que han realizado un aprendizaje social que los convierte en agresores despiadados contra los que perciben como más débiles (Ortega, 2006, 7).

Díaz-Aguado (2006) señala como principal característica la situación de inferioridad que tienen las víctimas con respecto a sus agresores.

Aspecto físico

Son muchos los trabajos que han analizado aspectos físicos que propician que un adolescente pueda convertirse en víctima de sus iguales: obesidad, baja estatura o demasiada altura, más débil físicamente que el agresor, llevar rasgos indicativos de pertenencia a minorías étnicas o razas diferentes, padecer alguna deficiencia o minusvalía (Crick, Grotpeter y Rockhill, 1999; Toblin et al, 2005; Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000; Díaz-Aguado, 2002 y 2006; Griffin y Gross, 2004; Serrano e Iborra, 2005). Complexión débil, acompañada, en ocasiones, de algún tipo de handicap (Cerezo, 2001).

Personalidad

Farrington (1993) en sus estudios señala a las víctimas como inseguras, tímidas, sensibles cautas y con bajos niveles de autoestima, siendo este último rasgo una constante entre los alumnos que sufren la violencia llegando a tener opiniones de sí mismos muy negativas. El estudio de Kochenderfer y Ladd (1996) con un grupo de chicos y chicas americanas puso de manifiesto que los agresores tienen como objetivo inicialmente a todos los chicos y en primer lugar a los solitarios y aquellos que muestran síntomas de ansiedad. Ciertos chicos parecen reunir las mejores características para ser convertidos en víctimas crónicas.

Slee y Rigby (1993) encontraron asociación entre víctimización, neuroticismo, baja autoestima, ansiedad y timidez. Para Salmivalli (1998) las víctimas son personas con temperamentos tendentes a padecer sentimientos de culpabilidad, viven sus relaciones interpersonales con un alto grado de timidez que puede conducirlas al retraimiento y aislamiento social, se autoevalúan como poco sinceras o con una considerable tendencia al disimulo; tienden al neuroticismo, padecen ansiedad y se muestran introvertidos. El trabajo de Cerezo (2001), con una muestra de 315 alumnos de la región de Murcia, de edades comprendidas entre los 10 y los 15 años, confirma los resultados de los autores citados en el párrafo anterior.

Rodríguez Piedra y otros (2002) han presentado los siguientes rasgos de personalidad en las víctimas: timidez, retraimiento, aislamiento social. Se autoevalúan como poco sinceros.

Adaptación al ámbito social y escolar

En este apartado, los resultado son poco coincidentes, a veces contrarios. Los “whipping boys” o cabezas de turco según el estudio de Olweus (1978), fueron valorados como menos populares, más pasivos. Tienen dificultades para hacer amigos (Defensor del Pueblo-UNICEF, 2000) Según el estudio de Smith y otros (2004) las víctimas independientemente del sexo, autoperciben dificultades en sus relaciones amistosas, les gusta menos el recreo pero no les desagradan otros aspectos de la escuela, faltan con más frecuencia al colegio y tienen menos amigos que los demás en el centro escolar, pero no fuera de él. La mayoría de los adolescentes rechazan las creencias y estereotipos sexistas; también rechazan la violencia, en este caso más las chicas que los chicos; así mismo creen que las víctimas tienen que denunciar la violencia. Díaz-Aguado (2003).

Sin embargo, Ortega (2006) encontró que, con frecuencia, “las víctimas son escolares bien integrados en el sistema educativo, cuidan las relaciones con los adultos y son muy sensibles a las recompensas del profesorado referidas al rendimiento académico; estos hechos pueden provocar celos y envidias en los otros; sin embargo existen también alumnos brillantes, muy hábiles socialmente, capaces de ocultar sus intereses y formar parte del grupo sin ser molestados ni despertar celos ni envidias”. (Ortega, 2006, 2007).

Ámbito familiar

Olweus (1993) considera que la excesiva protección por parte de los padres hacia las víctimas pueda ser a la vez causa y efecto del acoso generando niños con rasgos característicos de las víctimas como la dependencia y el apego al hogar. También señala que las víctimas tienen una relación más positiva y estrecha con sus madres. Algunas de las víctimas son adolescentes sobreprotegidos provenientes de ambientes tolerantes y responsables pero sin recursos para hacer frente a la prepotencia de los agresores; débiles e inseguros y poco asertivos; sufren mucho y tienden a autoprotegerse en un mundo social más seguro como la familia; sienten miedo a la pandilla de prepotentes entre los que se sienten perdidos. (Ortega, 2006, 7)

El riesgo de convertirse en víctima de acoso aumenta por algunas situaciones específicas: pertenecer a una minoría étnica en situación de desventaja, (Díaz- Aguado, 1992; Troyna y Hatcher, 1992), por problemas de aprendizaje (NabuzoKa y Smith, 1993), por tener problemas de expresión verbal (Hugo-Jones y Smith (1999), o por tener características que se salen de los patrones tradicionales adjudicados a cada sexo (Rivers, 1999; Young y Sweeting, 2004), escasas habilidades sociales, nerviosismo excesivo, rasgos físicos o culturales distintos, la discapacidad y la poca participación en actividades de grupo (Serrano e Iborra, 2005).

ESTADO DE LA CUESTIÓN

Líneas de investigación

Trabajos más relevantes en distintos países:

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CIBERBULLYING: UNA NUEVA FORMA DE ACOSO ENTRE IGUALES

Clarificación del constructo ciberbullying

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Tipos de ciberbullying

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Causas del ciberbullying

Consecuencias del ciberbullying

Perfil de los ciber-acosadores y de las ciber-víctimas

BIBLIOGRAFÍA